Hay que reestructurar la sombra, dice Iván, ganarla para acceder a los mimos del verano. Hacer sombra se convirtió en una arquitectura, sin ella no hay verano. Las técnicas de sombra han habilitado muchas cosas, una de las últimas: pensar en por qué me gustan las pinturas de Santi de Paoli. Quiero sostener la pregunta. Lo que busco no es una estructura analítica sino un conocimiento simple, un marco de acción. Como el que permite disfrutar de las naranjas silvestres que amargan y que adquieren un nuevo estatuto en forma de mermelada. Una cosa de vivir.
Leo Open, la autobiografía de Andre Agassi, y simplemente no quiero soltarla. Pocas cosas tan narcóticas como leer tenis. Al igual que en un partido, lo único importante es la concentración, la confianza en la transformación y la poca utilidad de las predicciones. Garabateo. Lanzo palabras sin estar allí, como Agassi en alguno de los cuatro torneos de Grand Slam contra Peter Sampras, con quien jugó 33 partidos. Las figuras de Santi de Paoli parecen haber experimentado la distancia entre cuerpo y mente de la que habla Agassi. Postulan una autonomía particular que recuerda a esas terminaciones nerviosas, cuya energía muscular, una vez separada del cuerpo, continúa manifestándose. Disfruto descubriendo su cualidad de cuerpo mitológico. Aunque parezca una unidad escindida y el torso exprese a una figura y sus piernas a otra, la diferencia no es integral sino motriz.
Cuando tenía quince años, Poroto, el padre de una amiga del barrio, me contó que para tomar sol en el río de Quilmes junto a sus amigos se preocupaba de separar los dedos de sus pies con escarbadientes, para que el sol llegara hasta allí. Resulta difícil evitar las analogías de membranas y no percibir cierta intimidad hacia esos interiores expuestos al día. Como escribe Perlongher en Por qué seremos tan hermosas: “Extraer las secretas esponjas de la axila / tan denostadas, tan groseras”. Imaginar esos triángulos es parecido a encontrar la figura que corresponda con los pies de las pinturas de Santi de Paoli, demasiado grandes para sostener un único cuerpo. Ver un color a través de la insistencia y repetición de un relato oral permite que cada vez que lo escuches, lejos de aborrecerlo, lo sientas cada vez más tuyo. Un color para mirar con los ojos cerrados. Derek Jarman dice que la única pintura que podemos ver con los ojos cerrados es la Mona Lisa de Leonardo.
De adolescente codiciaba tarjetas de discotecas. Las apilaba sobre la mesa de luz y las guardaba en los bolsillos del pantalón. Cuando un tarjetero entregaba una tarjeta eran muchas las que ofrecía, algunas de ellas caían, seguramente para que alguien las encontrara. A la salida del colegio, de Paoli, seguía los pasos de esos chicos o intentaba descubrirlas en los mostradores de los locales de ropa cerca de su casa. En sus manos, estos pequeños rectángulos de papel satinado nunca cumplieron su función principal: ser utilizados para ingresar a una discoteca. Al menos en un sentido estrictamente objetivo. Las imágenes bailaban ante los ojos de Santi, ofreciendo un paisaje despersonalizado y un conducto de imaginación. En realidad, las tarjetas eran una invitación a pasar horas en el cuarto, contemplándolas como quien avista cuerpos en una pista. La observación minuciosa construye vocabulario, y en muchos casos experiencia. Los mejores libros de viaje fueron escritos por gente que jamás visitó tales lugares. Las tarjetas de discoteca conforman un género visual, y como todo género puede ser asimilado como una materialidad dialógica. Eso es lo que hizo de Paoli. Comunicarse a través de su imaginación. Bailar sentado. Su conversión nos transporta a ese momento en que las imágenes conducen efectos pero no significan y logran cautivar, sin que sepamos muy bien por qué.
La esquina bajo el soportal del negocio con los Wrangler siempre de oferta donde Fabio, Ñute, Pachi, Hernán y otros chicos exponían su amistad, fumaban, pasaban la tarde. Pachi mantenía la belleza y la distancia y al regresar de un viaje su cabeza era rosa. No sabía que Santi había cruzado tantas veces esa esquina y mirado de lejos, al igual que yo, tal exhibición de gestualidades. Me pregunto hasta dónde debería mantener esta atención hacia lo vivido sin que la biografía alimente la apreciación de su pintura, cuyo interés había empezado mucho antes. Son muchas las voces que plantean que la temporalidad de una experiencia no es la de la simple presencia, sino la de su futuridad. En esta primera escena de púberes, performeando un estilo y un territorio, puedo descubrir la potencialidad de un rumbo aún no emprendido. Para el ensayista José Esteban Muñoz, “las mejores performances no desaparecen, sino que permanecen en nuestra memoria, acechan nuestro presente e iluminan nuestro futuro”. Muñoz creció en Miami escuchando la música que la escena punk de Los Ángeles desarrolló en la década de 1980. A través de ella pudo imaginar “un tiempo que aún no había llegado, un lugar en el que buscaba vivir”. En muchas de las pinturas de Santi puedo percibir la función utópica referida por Muñoz, ese modo idealista de señalar que hay algo que falta.
Alejandro me envía el video Esta época de Victoria Abril. La canción es de 1997, las tensiones por el nombre propio aún no habían llegado, luego Abril cambió a Mil. El motivo del envío fue rebelado de inmediato. Sobre el primer acorde, Ñute, con anteojos y chupa de aviador, conduce una moto. Disfruto al reconocer la sombra del bigote y sus gestos al saludar a un amigo en una tarde soleada. Antes del primer minuto descubro a de Paoli, silente, frente a una mesa, junto a una chica. Las copas de coctel informan que la escena transcurre en un pub. El primer plano de la pareja es atravesado por un chico que se acerca a la barra. Una vez allí, saca un billete de dólar del bolsillo de su chaqueta y lo hace girar entre sus dedos. Antes de entregarlo al camarero, lo dobla como un pañuelo. Ese chico es el artista Miguel Mitlag. A esta altura del visionado, la proximidad es concluyente, el video se ha convertido en un listado. Lo más significativo es que la enumeración no solo la constituyen los nombres conocidos. Aún a riesgo de errar, las esquinas, edificios, plazas, semáforos, salas de exposiciones y avenidas que reconozco, conforman el mismo inventario. La memoria voluntaria produce cierta ensoñación. En algún sentido, los elementos de esta visión funcionan como un contexto para las pinturas de Santi. Un contexto potencial, como el grupo que imaginas al caminar por la vereda y oís un bajo, una guitarra, una batería, una voz... pero nunca una canción.
Y después también están los trenes. En mi adolescencia el tren lo era todo. Mucho más que una unidad de tiempo, el tren era lo que me permitía alcanzar la vida que quería vivir. Y esto resultó ser tan así que durante un tiempo logré cronometrar la distancia entre mi habitación y la estación. Pero para de Paoli no era una fuga hacia delante, sino la constante que construía un entorno y ofrecía compañía. Durante años un camino pegado a la vía, del ancho de una fila india, unió su casa con el colegio. Sobre este camino, alineado por frentes de casas, vallas y cortinas metálicas, los trenes, elevados a una altura humana del suelo, arrojaban ráfagas de sonidos. Dada la poca velocidad con la que el tren atravesaba ese tramo, desde la ventana yo observaba el pasaje a cielo abierto con mucha atención. El camino aún hoy es una línea estrecha pegada al andén que termina en una barrera, ya que los coches y las personas en Adrogué no atraviesan las vías a través de puentes. Hacia 1943 un ingeniero le explicó a Gertrude Stein que los trenes no pueden cambiar ni sus vagones ser más cómodos porque la anchura de sus vías lo impedían. Es demasiado lo que hay que poner en marcha para este tipo de transformación, y además tienen esta particularidad. Los trenes pasan más tiempo en las estaciones que viajando. Todas las piezas de la exposición Entre nosotros y el objeto se encontraban al nivel de nuestros pies. Recorrer la exposición de Santi de Paoli implicaba dirigir la mirada hacia el piso y esto ocurría, no solo porque allí se encontraban la mayoría de esculturas, objetos y tablas pictóricas, sino porque un camino vinculaba una pieza con otra. Del mismo modo que las cortaditas permiten llegar a destino mirando el suelo para ver si encontramos algo, estos caminos iban hacia el encuentro. Sobre el final, una cama blanca del tamaño de un impacto, en la que perfectamente entrarían los amigos de un barrio entero, era toda superficie utópica. De Paoli no señalaba para orientar como quien deja migas para volver sobre los mismos pasos. Por el contrario, su marcación, y solo ella, permitía experimentar las obras, antes que como destino, como caminos.
¿Qué música escucha de Paoli cuando pinta? Lo pregunto asumiendo el riesgo de formular una pregunta retórica. Entre las distintas opciones, las microcanciones de Diosque aparecen como una posibilidad tan lejana como posible. Hay algo del uso de la sintaxis, de su cadencia y de una insistencia no repetitiva que hace que con facilidad puedan ser correspondidas por estas imágenes. El objetivo es el siguiente: emplear pocos elementos, no tanto para emitir un mensaje certero, como para poder retener con facilidad la forma de su enunciación. Porque “A veces no importa quién lo dice primero. Sino quién lo dice mejor. A veces no importa el sabor verdadero. Sino el sabor que dejó”. Para algunas personas, entre las que me encuentro, las particularidades tienen más opciones de permanecer en la memoria. Sin embargo, el modo en que una nueva sintaxis hace sentido no es un deleite de estilo, actúa por igual sobre quien ofrezca su atención.
Pinturas en primera instancia figurativas, pero su distancia de lo observable las convierte de inmediato en estructuras casi abstractas, en elementos conceptuales. De Paoli ofrece su imaginería a toda velocidad, sin trasladar las múltiples dimensiones de una toma del mundo conocido a una representación en dos dimensiones. No pinta para representar algo, pinta para ver algo. Los componentes de esa visión han abandonado su forma conocida para actuar como volúmenes sensoriales y “cosas en sí”.
Las pinturas de Santi cercan la realidad y expresan de una manera muy sencilla su arbitrariedad, su ilusionismo. El punto de partida resulta evidente: el arte es un espacio donde emplazar otra realidad. Esto es lo que permite que sus pinturas no utilicen el mismo lenguaje que el ambiente que las rodea. Sin escepticismo, elementos y situaciones más o menos vernáculas pueblan unas superficies donde el realismo ha sido puesto en disputa. Un microcosmos, un dialecto, un estado mental. Vía Cézanne, la narradora de Una visita al Louvre (Danièle Huillet y Jean- Marie Straub) dice: “pintamos solo lo que vemos o lo que podemos ver”.
“Sus pinturas son pinturas de exaltar” escribí en mi libreta y al releerlo decidí suprimir. Incluso percibiendo que la palabra “exaltar” podría conducir un párrafo entero. De Paoli parece inventar pintando. Ni antes ni después. La trasmutación de ideas en pintura sucede a toda velocidad. Pero si buscamos en la forma pictórica un relato, el ejercicio puede resultar improductivo, dado que no se trata de un signo, sino de una serie infinita de significados. La polisemia lanzada por de Paoli nos enfrenta a signos vacíos. Para Jon Mikel Euba, esta dificultad asimilativa resume el ideal de creación: construir una forma artística que resista a toda convención de comprensión. En un mail, donde me invitan a ver un mediometraje, descubro por qué me resultan tan sesgados los acercamientos narrativos a las pinturas de Santi. La parte final del correo se refiere a Kant. Para el filósofo, el objeto artístico exhibe intencionalidad sin intención. La obra es creada con una intención, pero sin ninguna en particular. Al igual que las piezas que nos cautivan.
Una mañana me pregunto si todas estas imágenes no son otra cosa que evocaciones de unos cuerpos visualizados entre los 7 y los 14 años. Hacia la tarde, sin proponérmelo, Gertrude Stein: “Es difícil saber si el período entre la infancia y los catorce años tarda mucho o no y si tarda mucho cualquier parte es interesante pero no hay en él mucho que merezca la pena recordar, casi nada y por tanto recordamos las emociones, unas cuantas dimensiones y lo que vemos y un día cualquiera”.
Del mismo modo que un invento actúa sobre el tiempo, lo hace sobre un grupo de personas. En las Islas Malvinas, uno de los lugares más remotos de América del Sur, de Paoli inventó una exposición sin público. En este archipiélago, “físicamente ubicado en un borde de la sociedad”, se propuso explorar, los motivos, la razón de ser de su practica artística. Para que la pregunta existencial produjera, no tanto una respuesta, como un efecto, esta debía ser desplegada en un entorno desconocido. En términos de viaje, la aventura precede al desplazamiento, basta con empezar a pensar en ello. En su caso, las escasas referencias de las que disponía, vinculadas todas ellas a la guerra de 1982 y a su dispersión informativa, antes que moderar la anticipación, la potenciaron. Hacia 2015, de Paoli alimentaba su imaginación a través de textos y películas, sabiendo que todo acopio resultaría insuficiente. Lo que intentaba era descubrir, a través de sus obras, un entorno desconocido. Puede parecer un anhelo conocido, si lo identificamos con la intención de quienes viajan para introducir su trabajo en otro escenario. Pero si percibimos las obras como constructoras de contexto, en una comunidad con la cual el artista comparte escasos códigos, el gesto se convierte en una proeza de comunicación. Una microutopía. La misma que una banda rock de adolescentes confía expresar cada vez que enchufa sus instrumentos a un amplificador. Experimentar la confianza pocas veces resulta sencillo. Por ello, los siete días que de Paoli pasó en las Islas Malvinas se convirtieron en un aumento de realidad subjetiva. Stanley es la única ciudad de las islas, allí en una zona rocosa llamada Wireless Ridge, “sin horario, ni invitaciones”, un mediodía de sol y viento ligero, expuso Pescado y Papas. “Salí a caminar, llovía un poco. A las dos horas regresé al hotel y me iba a poner a leer cuando vi por la ventana de mi habitación que el viento había cambiado y el cielo se iba despejando. Me preparé y salí caminando para el lado de Moody Brook. (...) Seguí caminando, crucé un puente, subí una lomada importante, y en la cima me desvié del camino hacia la derecha. Caminé derecho hasta encontrar un lugar donde realizar la exposición que tenía pensado montar directamente sobre el paisaje. Preparé las obras, y ahí, en el campo de batalla de Wireless Ridge pasé el resto de la tarde, junto a Pescado y Papas, mi primera exposición de pinturas en las Islas Malvinas... En un momento, a lo lejos vi un auto que se acercaba, se detuvo, y luego siguió su camino entre las montañas”. Imágenes, no representaciones. Es el pensamiento que me sobreviene cuando trato de imaginar las pinturas realizadas sobre calcetines y fieltros, el viento y su fuerza de gravedad en plena competencia. Las pocas fotografías sin presencias, sitúan un conjunto de pinturas colgadas de una línea horizontal, sobre una estructura rocosa no muy alta. Si redirigimos la mirada hacia esa pared imaginaria descubrimos que lo que cuelga no es solo pintura. El dorso de una parka con un parche de Judas Priest, un ratón de fieltro y un par de manoplas, que junto a dos pieles de cabrito remiten al mapa de las islas, están allí expulsados de la superficie pictórica. Las unidades de invención que de Paoli arroja impiden ser leídas como documentos de época, y son, sin duda, el mayor de sus atractivos. Sus maneras de aparecer no fijan períodos, y en algunos casos el solipsismo que arrojan perfuma su recepción. Desea lo justo es el subtítulo del párrafo que cierra su bitácora de viaje: “En Stanley nadie supo de Pescado y Papas (...). Mi proyecto de exposición no cumplió ningún rol dentro de la sociedad local. Unos cuadros colgados de una piedra en un risco, lejos de donde pasa la gente, no significan nada”.
Entre las fotografías, descubro un primer plano de un lienzo con un pescado sobre un periódico. Su leve realismo recuerda al de Juan Gris. Hacia un lado, un par de calcetines imprimados con cola de conejo y pintados con dos cielos de nubes, uno de noche y otro de día. Para Benjamin, “la luz que la luna emite nunca se dirige al escenario de nuestra vida diurna”. A contrapelo, sin formar parte, las pinturas me permiten experimentar la escena en la distancia. En ellas la línea de tiempo relaciona el tipo de la luz y la pesca. Son muchos los pescadores que dejan sus casas antes del alba para cargar sus barcas de redes y regresar al amanecer. En Stromboli, Terra di Dio, Rossellini filma la captura del atún de tal manera que difícilmente podrá ser olvidada. El marcado estilo naturalista, donde se canta entre rezos, de pie, en las barcas que bordean las tonnaras, se transforma en un esquema de fuerzas cuando los bancos de atunes se aproximan. A pesar de lo abstracto que resulta cada plano, es posible experimentar vivamente la coreografía desarrollada por animales, pescadores, voceríos, arpones, izados y espuma. Como en Pescado y Papas, un principio de concatenación engrana las partes.
Si bien la noción de “fondo y figura” es un tema recurrente en la pintura, en tal ligadura, de Paoli ofrece una de sus constantes. La baja actividad cerebral proporciona un patrón regular, desde el punto de vista neurobiológico, relaja. Sin embargo, el viaje asociativo que inicia la irregularidad visual solo se detiene cuando irrumpe una forma conocida. Esto explica la manía, tan extendida, de reconocer caras en las pinturas abstractas. En 1989, Juan José Cambre descubrió en uno de los potes que usaba para mezclar pintura la similitud entre la esfera y la vasija y decidió pintar esta última. Sin saber que iba a pasar diez años desarrollando variaciones del mismo motivo. Podríamos advertir que uno de los motivos de tal acto, tal vez el principal, es que cada una de las pinturas de vasijas de Cambre se mofa de la cosificación y huye de la entidad simbólica del objeto, siendo antes materias activas que motivos. Hasta tal punto es así, que su voluntad esférica venció en el momento en que descubrió que las vasijas empezaron a integrarse, casi hasta desaparecer, en el fondo del cuadro.
Morandi marcaba los objetos que retrataba. A fin de preservar la ubicación exacta que estos ocupaban sobre alguna de las tablas con diferentes alturas que había fabricado. Las tablas le permitían ver los objetos desde la altura de sus ojos, sobre el nivel de sus ojos y debajo de sus ojos. También utilizaba brújulas y reglas para que, al volcar los objetos en una superficie plana, las escenas fueran capaces de ofrecer la calma de una estructura geométrica. La luz del sol que entraba en su pequeño estudio en Bolonia también era manipulada, mejor dicho, guiada a través de un marco suplementario, capaz de redirigir la luz que ingresaba por la única ventana de su estudio. Pero, para que después del almuerzo el ángulo de luz fuera el mismo, marcaba con tiza el cono en el piso y de esa manera obtenía cierta permanencia. Esta prueba de imaginación perceptiva y del poco interés en las proposiciones fácticas permite descubrir que, para Morandi, y de una manera similar para de Paoli, lo importante es la elección del punto de vista, la posición que ocupan las cosas. O, tal vez, se trata de mirar mucho las cosas para descubrir cuándo un objeto se hace con el espacio o con la imaginación, para empezar a pintarlo.
En el epígrafe de una de las pocas fotografías que cuelgan del museo Casa Borges leí, no sin asombro: “El 19 de marzo de 1977, Jorge Luis Borges realizó una conferencia en los salones de Cerca del Sol en la ciudad de Burzaco”. Desde ese momento, la intención de entregarme sin un objetivo concreto a la visita desapareció. Lo único que quería era conocer más detalles de esa conferencia, y desde luego leerla. La directora del museo que conducía la visita sobrellevó de muy buen modo las interminables interrupciones, aportando información para desacelerar mi ansiedad. Dado que en la casa museo nos encontrábamos la directora, mi madre y yo, no fue necesario apelar a la sensatez y verme en la obligación de disimular mi interés. Dejé de oír lo que la directora con tanta elocuencia narraba, y me entregué por completo a Cerca del Sol, el salón de fiestas de Burzaco. No suelen presentarse muchas oportunidades de ser interpelados por epígrafes, y muchos menos de mezclar baile, autobiografía y ensoñaciones. Seguramente por ello, empecé a recordar la euforia de los viernes en que el salón se transformaba en una discoteca. Era tal mi entusiasmo que una noche, en la que el castigo de mis padres me impedía salir, me puse la ropa que había escondido entre las plantas de la entrada y hui a Cerca del Sol, para regresar apenas dos horas después. En ese salón de fiestas donde otra noche se casó mi tío Juan Carlos, descubrí que lo importante de una fiesta no sucedía en la pista sino alrededor. Todo esto no lo estaría contando aquí de no haber descubierto por un epígrafe que, justamente allí, en 1977, Borges ofreció su conferencia “Adrogué en mis libros” sentado en una mesa, frente a un micrófono, una jarra y un vaso de agua. Así como nos resulta imposible nombrar a ciertas cosas por su nombre y preferimos hacerlo por otro que les asignamos, para mí la conferencia de Borges se llama “Cerca del Sol”, aunque su título señale otra cosa. En muchas pinturas de Santi de Paoli aparecen vasos, copas y jarras. Pero en Sexual con fondo (2015), jarra y vaso ofician de gigantes, y son atravesados por las piernas de una pareja, cuyos medios cuerpos descansan sobre una mesa. La escena, pintada sobre un modesto rectángulo de fieltro, no parece haber acontecido frente al campo visual del artista. Su lógica expresa, antes que funcionalidad, aventura. Como la de Borges cuando se refería a un largo paredón colorado, que tenía el color del poniente, o cuando explicaba que en cualquier parte del mundo donde se encontraba, cuando sentía el olor de los eucaliptos, estaba en Adrogué.
The Old Place. Small Notes Regarding the Arts at Fall of 20th Century es el título de una película que el MoMA en 1999 le encargó a Godard. La vi sintiendo que era la primera película suya que veía. Misma tensión y mismas ganas de subrayar la pantalla. Godard, quien ya había dicho antes que el cine solo consiste en “hacer durar un poquito algo excepcional”, no estaba solo, allí estaba Anne-Marie Miéville. Durante 49 minutos y a lo largo de 23 capítulos, preguntan: el arte, ¿leyenda o realidad? Para responder recurren a una situación predilecta: “mostrar y mostrarme a mí mismo mostrando”. Sin experiencia personal no hay conclusión, tampoco sin imágenes. ¿Leyenda o realidad? A modo de respuestas, ahí están las obras, los fotogramas, las películas, los documentales y los fundidos textuales que emergen junto a la voz de Anne–Marie y Jean–Luc. Sin saber muy bien cómo salí del cine memorizando este fragmento: “Cuando Millet pinta dos campesinos rezando y lo llama El Ángelus, el título coincide con la realidad. Cuando Picabia dibuja una bujía de coche y lo llama Retrato de una muchacha americana en estado de desnudez, el título no coincide con la realidad”. De la cita se desprenden imágenes pictóricas, sin embargo, lo que muestra no es lo que la narración sugiere. La pareja rezando, ubicada en el centro de la pintura de Millet, ha sido reemplazada por un ensamble de otros lienzos que siguen la vida de los trabajadores del campo de Barbizon (Descanso al mediodía y Las espigadoras). El delicado desplazamiento rompe el vínculo tácito entre realidad y representación. El museo aquí es un “viejo lugar” y el arte un objeto del pasado, que aún puede inventar otros mundos.
Estuve en la Gallerie dell’Accademia veneciana apenas unas horas, las suficientes para descubrir a Pietro Longhi y comprar las postales que encontré. Sus pinturas de tamaño doméstico me resultaron tan chismosas como difíciles de olvidar. Longhi sumó agudeza al género conversation piece, esos retratos grupales donde los personajes hablan animadamente. Su perspicacia le permitió evocar algunas de las excentricidades con las que los integrantes de la burguesía veneciana del siglo XVIII ocupaban su tiempo. Un joven adivino subido a una mesa y vestido a la moda de 1750, es decir, leotardos, pantalones cortos, chaqueta larga y peluca, le revela su destino a un campesino a través de un fino tubo acústico. No sin antes proteger el tubo con un pañuelo blanco y señalar sus buenos modales, al evitar que la saliva alcance los oídos del receptor. En esta escena, integrada por siete adultos, un niño y un perro, cada ángulo de mirada propone un centro de atención. En tal abundancia, destella el rostro gozoso de un curioso, ubicado entre el campesino y el joven adivino. Longhi se interesó en establecer este tipo de empatía; por ello en sus pinturas siempre algún personaje obtiene la complicidad de quien mire. La joven que en otra pintura acaricia con una pluma el cuello de un joven semidormido, desparramado en un sillón de lectura, podría ser un buen ejemplo de lo que quiero decir. El gesto con el que nos interpela, bajo la sigilosa mirada de dos doncellas, expresa su clara intención de producir cosquillas. Aquí el gesto va por delante del título (Las cosquillas) y, antes que revelar, confirma el tema de la pintura.
Culitos Brancusi, así renombro un fieltro rectangular pintado por de Paoli. Su unicidad, me digo, se asemeja al bloque de piedra donde el rumano esculpió El Beso. Los culitos de Santi conforman una columna sin fin, un ensamblaje fisonómico, una estructura de goce improductivo. Por ello, una pintura en la que dos culos enfrentados logran sostener una canica, es nombrada Tiempo libre. Al igual que una bola de nieve, estas formas esféricas sin época parecen haber sido ideadas para el juego. Trasportan una alegría sin fin, como la de los niños de las películas de Abel Gance. Para recrear la infancia de Napoleón en la escuela militar de Brienne, filmó los juegos y las aventuras de dos improvisados bandos infantiles desde el “punto de vista de la bola de nieve”. Y fue bien lejos con sus sueños de trasmisión: “Por primera vez el público no debe ser espectador, como lo es siempre delante de los cuadros, sino actor como lo es en la vida”. Hacia 1927, era tal el interés del joven director en fundir relato y subjetividad, que se valió de lentes capaces de distorsionar la realidad para mostrar cómo sus personajes percibían las cosas del mundo.
Para Mark Leckey toda su obra tiene lugar de noche. “Durante el día, producimos cosas, mientras que por la noche las gastamos, y eso responde a un cierto sentido de pérdida heroica. Cuando por fin nos quedamos sin palabras, gastados, es cuando de una vez por todas adquirimos esa especie de independencia escultural, bella e inservible, como Little Richard en Baviera, o como una paloma reposando en la cabeza del Príncipe Carlos”. Las pinturas y esculturas de Santiago de Paoli pertenecen a la categoría de obra nocturna. La gran mayoría de sus invenciones suceden en el receso que trae la noche y podrían ser asimiladas como variaciones de unas pocas historias. Un acto de simplificación que permite que los aspectos figurativos se expresen a través de un reducido número de elementos. En ellos los músculos juegan, los objetos de uso cotidiano resultan antropomórficos y los genitales no necesitan de un cuerpo para existir. La prosopopeya inventada por de Paoli permite que jarrones, botellas, brazos, pies, cuellos y satélites experimenten un proceso de genitalización, iluminados por bombillas y lámparas. En Cuadro con luz interior, una bota–calcetín es atravesada por una filosa luna menguante. Hacia un lateral, pegada en el interior de la caja de cerámica que la enmarca, una vela de cera que ha sido encendida y apagada instrumentaliza el título. La categoría nocturna emerge, antes en el desmantelamiento del decir naturalista a partir del cual de Paoli da voz a un plato, una mano o un ladrillo, que en su franja horaria. En la noche se crea sin recurrir a la lengua instrumental, dado que el gesto habla.
En La casa de la vida, el crítico Mario Praz señala que su devoción por la luz reflejada en los espejos coincide con su interés en las pinturas de interior y en las miniaturas de cera. El motivo de su devoción radica en el hecho de que las pinturas de interior permiten describir una mancha de sol que gradualmente entra por la ventana y hace tintinear una campana de cristal, colocada sobre una mesa de tocador. Pero los pequeños pintores realistas, así nombra Praz a quienes no persiguen el nivel universal y el goce que producen, “nos dan la tierra, el gusto de la tierra y de las cosas hermosas terrenales, tejidos, flores, interiores; pero también nos dan una atmósfera”. En la mayoría de sus interiores, de Paoli permite que los conductos de luz emitan cierta incandescencia. Siguiendo a Praz, podríamos decir que la luz de estos interiores está vinculada a la interpretación de fenómenos muy sencillos. Una predisposición y un entrenamiento en la observación es lo que le va a permitir a de Paoli descubrir, por ejemplo, en el agua hirviendo, un prisma y, en este, una refracción. A pesar de ello, me entretengo pensando que la función de sus objetos no es revelar, sino distraer.
Al profesor Praz lo preceden todo tipo de leyendas y fabulaciones. Pero hay una que, desde el preciso instante en que se la oí contar a mi amigo Mariano, dejó de ser un rumor y se convirtió en un retrato. Una aristócrata inglesa, cuyo nombre desconozco, organizó una gran cena. Para concretarla se valió de la ayuda del grupo de expertos que la asesoraban. Pero el motivo de su pedido no se refería a la lista de invitados o al menú. Lo que se proponía era hallar, junto a sus asesores, un tema estético y literario lo suficientemente peculiar y, de esta manera, convertirlo en el motor de conversación principal de la cena. Pero su propósito iba mucho más allá, ya que, en realidad, lo que la aristócrata anhelaba era poseer un tema de tal magnitud que, al día siguiente, el catedrático Mario Praz no pudiera referirse a él en ningún artículo.
Contra todo pronóstico, en el transcurso de una conversación telefónica, de Paoli señala sus áreas de formación estética: música, droga, paisaje y biología. Frente a sus piezas, es posible percibir el eco entrelazado de estas cuatro palabras. A diferencia de aquellas pinturas donde el campo sensorial predice determinado estado narcótico, las que realiza de Paoli resultan predictivas, y no por el ambiente que convocan. La droga en sus pinturas es verificable, y para que así sea es necesario exhibir su cualidad de objeto y moldear a partir de la materia. Su aparición produce antes significaciones funcionales que psicológicas. Por ello, puede ser tratada como un soporte, una pantalla. En esta realidad estrictamente material, objetos y acontecimientos deben ser percibidos del mismo modo que proponía Alain Robbe–Grillet en sus novelas: “sin mayor o menor significación”. Sobre un lienzo rectangular, ocupando toda la superficie, dos cuerpos de espaldas. Sus nucas no han sido pintadas. Brazos y manos parecen estar en escorzo. Una de ellas sujeta entre los dedos un tripi, y su superficie exhibe una composición en miniatura. El título de la pieza es Mirá esta pintura.
De Paoli señala las matemáticas, pero mi nulo entrenamiento lógico–deductivo me impide percibir tal pervivencia. Su posible existencia promueve el enigma. Nunca pude dibujar fracciones con liviandad. Menos aún reconocer el espacio rectangular de una hoja de cálculos en el formato de una pintura. De Paoli, sí. Establecer, en un plano no consciente, la continuidad entre una superficie plana y otra le permitió descubrir y estructurar un principio técnico. Y digo técnico, porque este modo de actuar, donde la resolución es “una cosa de cerebro hoja”, le permitió reemplazar número por figuras y circunscribirse a la superficie del cuadro. El sistema reglado en que las ciencias exactas operan, a partir del cual las fracciones, las ecuaciones o los decimales crecen o decrecen en una única dirección, le descubrió un marco de actuación. Una herramienta. Un procedimiento. “Desde el arte yo podía cambiar ese espacio definido, desplazando los elementos de mil maneras diferentes”. Una lógica de traslados en una superficie delimitada permite que un par de calcetines pueda resultar de mayor tamaño que los cipreses que lo acompañan; que el blanco de una raya de cocaína se funda en un cielo de nubes como si fuera su propio territorio; o que un jarrón, dos medias lunas, una canica y una estrellita verde dentro de una bolsita no pierdan su centro de gravedad al ocupar una las verticales de la pintura. El camino por el que de Paoli llega a sus invenciones ha sido habilitado por una herramienta de desplazamientos, y no por motivos representacionales. La aplicación del método solo aporta composición, escala y relación entre las cosas. A diferencia de otros procedimientos artísticos, no facilita una trama. Por consiguiente, si tal es nuestro deseo, tendremos que generarla.
Cuando los periodistas le preguntaban a Pasolini por su traslado de la literatura al cine, respondía que lo hacía para cambiar de técnica. En una de las 32 páginas de su libro inconcluso Who is me / Poeta de las cenizas, lo explica en forma de verso: “(...) necesitaba una técnica nueva para decir una cosa / nueva, / o bien, al contrario, que decía siempre lo mismo, / y por eso tenía que cambiar de técnica: según las / variantes de mi obsesión (...)”. Las técnicas predisponen y hacen mundo, al igual que los formatos en los que se realizan las obras. En el caso de la pintura, su dimensión puede ser percibida de muchas maneras, menos como una cuestión de estilo. En su amplia mayoría, el formato no es estético sino ético. Aunque existen variables, se podría indicar que las que realiza de Paoli son tamaño folio. En su caso, la superficie pequeña está ligada a la velocidad, a la sincronía entre cerebro y mano. El mismo argumento pensado desde el ámbito de la ejecución descubre la diferencia entre las pinturas de tamaño colosal y aquellas que podrían colgar de una modesta pared. En la pintura de gran formato pervive la conciencia pictórica, las lógicas constructivas y sus representaciones narrativas. Por el contrario, es posible deducir que el hacer pictórico cuyo sentido no es gobernado ni por la destreza ni por sus significaciones habita, en mayor medida, en los lienzos tamaño hoja de cálculo. Como los que pinta de Paoli.